Me dejé

Dejé de jugar a fútbol porque la gente lo veía como un deporte de chicos y mis amigas no le encontraban interés salvo una de ellas con la que a veces pasaba el balón, pero esa rutina se fue perdiendo y cambiando por otros deportes «más femeninos» o más atractivos para el resto como el voleibol o las palas en la playa. 

Dejé de hacer gracietas 24/7 en modo vacile porque alguien se hartó y le cogí con el cable cruzado cuando me soltó: «ya está, illa (…) tú siempre igual».

Dejé de juntarme con personas por otras personas.

Dejé de compartir lo que me gustaba porque a otra gente le saturaba.

Dejé de disfrutar cuando salía porque la responsabilidad caía encima mía y ponía el freno de mano.

Dejé de pensar que podía volar cuando me di cuenta de que mis alas estaban en un palacio de cristal.

Dejé partir al amor para no crear lazos emocionales con nadie y acabé atándome al recuerdo. 

[…]

Ahora que estoy aquí mirando al techo entre estas cuatro paredes maltrechas, me doy cuenta de que no dejé esas cosas, me dejé a mí misma al evitar continuar con lo que me hacía feliz anteponiendo el bienestar de otros a mi propia felicidad.

¡¿Y qué hago?!

Si el tiempo es una de las cosas que ya no vuelve jamás… ¿Cómo recupero todos esos momentos? ¿Cómo enmendar los errores y hallar la paz interior?

Tal vez ya sea hora de conectar los auriculares a mi corazón y escucharme a mí misma, hacer caso omiso a lo que en el pasado le restó credibilidad a mi raciocinio y empezar a poner mi verdad sobre la mesa. Construyendo desde abajo, pero firme. Y aunque intenten tambalear las piezas, moverlas de lugar, haré todo lo posible para que esta nueva torre no puedan destrozar.